Esta es otra de las historias de la serie: Mi quinto grado.
Desde muy temprana edad, tengo consciencia de que soy una máquina de generar soluciones, ya que los problemas siempre están ahí, los otros, se encargan de colocártelos en el camino.
El avance en las diferentes esferas y etapas de la vida, viene dado por la capacidad de enfrentar las vicisitudes, aplicando las alternativas más viables y supuestamente adecuadas para conseguir mejores resultados o al menos lo más próximo de lo que deseamos o esperamos.
Mis salidas, dicho de otra forma, mis decisiones, eran en aquella época, bien repentinas, impensadas y hasta con un matiz violento.
De manera general, fui un niño bastante tranquilo, pero en esos años, me volví agresivo fuera de casa, fundamentalmente cuando alguien intentaba molestarme. Llegué a tornarme peligroso porque era inesperado e imprevisible.
En mi grado había un Jesús. Era un muchacho blanco, un poco más desarrollado físicamente en lo que se refiere a altura y constitución corporal que la mayoría de los niños de la edad en el aula y en la escuela en general. Tal vez eso le daba pie para ser bastante abusador, cruel, aunque no se justifica.
Nosotros dos nunca habíamos tenido ningún encuentro, por lo que me viene a la mente, no intercambiamos ni una palabra, ni un saludo, no sé si tal vez una mirada que, si hubo, con certeza no fue buena. Es como si uno no hubiera sabido de la existencia del otro.
Recuerdo que parecía que su pelo siempre estuviera sucio o con mucha grasa echada. Daba la impresión que un perro le había lamido el cabello.
Usaba aparato en los dientes y unos espejuelos feos y cuadrados, de aquellos únicos que se vendían por aquel entonces en el país. Quién sabe esa realidad, al igual que muchas otras, todavía perdura, como en una vieja foto amarillada por el tiempo. No tengo muchas referencias e informaciones sobre la actualidad de ese lugar del mundo.
Su voz era bastante fuerte y por señal, desagradable. Su mirada era provocadora, desafiante, malvada. Tenía la clásica boca virada y los brazos se perdían en un aguaje completo. Al oírlo hablar, uno podía presenciar un curso superior de guapería.
Jesús, a diferencia del Cristo, del Nazareno, era la reencarnación del Mal, la imagen de lo Malo.
Con frecuencia estaba fajado, metido en problemas y era visitante asiduo de la Dirección, parecía que formaba parte de la composición de aquella sala.
Generalmente, llevaba la camisa con los botones caídos, rota, siempre saliendo o dispuesto para entrar en una piñazera, en cualquier momento.
Nuestros santos no batían y hasta sin darnos cuenta nos evitábamos uno al otro, pero un día, pasó lo que tenía que pasar, cuando está escrito en las estrellas.
Estábamos en la clase de deportes, que se hacían separados los varones de las hembras. Nos tocaba balompié.
El profesor era un tipo bajito, guapito, me acuerdo bien de su nombre, pero ni me tomaré el trabajo de citarlo, “formadores” así, merecen ser olvidados. A este sujeto despreciable le gustaba echar a fajar a los alumnos, lo hacía conscientemente, lo disfrutaba.
En una ocasión me puso al frente de la clase, del equipo y me dijo: mira allá atrás, aquel chiquillo está mal parado, no obedece. Ve a allá y haz con que haga las cosas ciertas.
Vamos a hacer una pausa en este momento, para respirar: Este es el inicio de la Vía Crucis.
¿Imaginen a quién me había ganado? El escogido era nada más y nada menos que el tal de Jesús.
Él me siguió con la vista desde lejos y me recibió con la boca de lado, semiabierta, donde se podían ver los aparatos de los dientes, que a esa hora y debajo de aquel sol, parecían caninos de oro de tanto que resplandecían, lo que en aquellos tiempos, era muy mal visto socialmente.
Al aproximarme, se paró como diciendo: no te tires, tú sabes donde dice peligro.
Pero desgraciadamente, yo que estaba en mi fase gallito de pelea, a las malas lo compuse y lo puse en su lugar.
Me miró de lado, atravesado y me dijo con voz gruesa de trueno: te espero a las 4:30, a la salida, eso no se va a quedar así.
A partir de ese día y todo santo día, nos esperábamos a la salida, que era próxima al Obelisco, para fajarnos. Se montaba el ring imaginario con espectadores. Con amigos y apoyadores de ambos lados, aunque para ser sincero él no tenía mucha gente que lo soportara, era bastante rechazado. Todos acudían para ver la función e intervenir si era necesario.
Aquello no duraba mucho, pero a veces me parecía una eternidad. Acababa cuando algún padre que venía a buscar a su hijo de menos edad nos separaba o cuando alguno de nosotros dos pensaba que había dado golpes suficientes para el escarmiento. Muchas veces, en la medida en que nos quedábamos sin público, nos íbamos. Parecía que estábamos frustrados por la baja audiencia.
Casi siempre, yo llevaba la mejor, le daba con rabia, con saña, me preparaba para reventarlo, pero también recibí algunos buenos golpes de aquel cabrón.
Se acabó el curso. Él no pasó de grado. Dadas las características y exigencias del plantel, él no pudo continuar más allí. No eran permitidos los repitentes. Nunca más lo vi. Pero un día, al año siguiente me dijeron: Jesús parece que te quiere ver, lo vieron rondando los alrededores de la escuela.
Pero eso no ocurrió y no fue porque yo me escondiera o algo parecido, aunque agradezco mucho, porque para mí, aquello ya había rendido bastante y no tenía ganas de comenzar todo de nuevo. Total, para nada. Además, recién había salido de una cirugía y para lo único que ni mi cabeza, ni mi cuerpo estaban, era para buscarme problemas.
Estas son mis últimas recordaciones de luchas campales. Nunca más me fajé con nadie, pero durante un tiempito practiqué boxeo. Parece que el bichito de buscar problemas y soltar adrenalina, estaba vivo en mí. Pero gracias a Dios y a Jesús, el Cristo, ya se me pasó. Probablemente, fue un surto de producción de testosterona.
Y ahora, casi cincuenta años después, quiero que me veas Jesús, a la altura de mis 58 años, lo que te está esperando. Jejejeje. ¡Estoy con unos deseos incontrolables de practicar artes marciales!
Mentira, si me lo encontrara, seguramente no le dé un abrazo, pero si hace el intento por saludarme, lo saludaría sin problemas. Le diría que qué bueno que hemos llegado hasta aquí y que continuamos yendo para algún lugar: para viejos. Otros muchos, ni hasta aquí consiguieron llegar. Solo podemos dar gracias a la vida y seguir en frente.
Este no es solo un desenlace políticamente correcto, es lo que en realidad siento, pero … aquí me tienes Jesús de quinto grado, con la protección de Jesús y más fuerte que 50 años atrás.
La única cosa que no les puedo garantizar, es si el verdadero nombre de aquel “chico malo” era Jesús, pero me parece que sí. Si hubieras visto lo íntimo, de su vida y de su alma …(como dirían los Ferrer), te aseguro que no habrías encontrado mucha cosa buena, aunque también chocaras con los motivos que lo hacían ser como era.
Ojalá que hayas cambiado Jesús o como te llames, para bien, como yo también me reafirmé.
Agradezco a mis hijos que me hicieron recordar y contar esta historia.
Nos reímos mucho.