domingo, 31 de maio de 2020

Mi primera cirugia de hernia.

Esta es otra de las historias que ocurrieron durante mi quinto grado, cuando todos estaban vivos, inclusive mi mamá.

En mi familia por parte de madre, casi la totalidad de los hombres tuvieron hernias en diferentes regiones del cuerpo.

Como es lógico, yo también no iría a huir de esa herencia y la mía llegó siendo muy niño, como hernia inguinal derecha. Sí, ahí mismo, en aquel lugar que estás imaginando e idealizando sabe Dios cuánta porquería más. A veces pienso que nací con ella.

Una simple condición me trajo innumerables limitaciones a lo largo de mi infancia. Siempre en la escuela había que alertar que yo no podía hacer tal o más cual esfuerzo físico, practicar determinada modalidad deportiva. Eso me incomodaba. Eso me distanciaba. Tuve que aprender a vivir con eso.

Recuerdo que cuando corría, tenía que ponerme la mano o apretarme en el lugar de la hernia, para que lo que se había salido con el exceso, no doliera mucho más o lo peor, como ya me habían vaticinado, que se estrangulara y tuviera que ir de prisa para el hospital, lo que había que evitar a toda costa.

Pasé muchos años en esa situación. Recuerdo que las primeras molestias de las que tengo noción comenzaron a los seis años y solamente cuando cumplí 10, es que pude ir al salón de cirugía y les explicaré el porqué.

Nací con deficiencia de acido clorhídrico en los jugos gástricos. Mi niñez estuvo acompañada también de fuertes dolores estomacales. Llegaba del seminternado, a veces hasta antes de tiempo y Beíta y Fico, una pareja de ancianos vecinos que me veía llegar me socorría hasta la llegada de mis padres a casa.

Recordemos que esto ocurrió en aquellos años de la Ley 270 o Ley contra la vagancia y todas las personas en edad económicamente activa, eran obligadas a trabajar. Los vejigos como yo, quedábamos en las manos del estado y su sistema escolar de horario extendido.

Los médicos les habían advertido a mis padres, que no dejara que esa señora con sus conocimientos ancestrales me pasara la mano con ungüentos o aceites por la barriga. Pero confieso que eso me aliviaba bastante. Tal vez seria efecto placebo. No lo creo. Los que, si eran ciertos y frecuentes, eran mis dolores. La cura o el alivio demoraban en aparecer.

Desgraciadamente, cuando se nace con algún padecer fuera de la curva o distante de los extremos, la probabilidad de soluciones, en aquella industria farmacéutica y médica en general, con tendencias a soluciones binarias o a partir por la mitad una pastilla como recurso práctico, era casi un milagro.

Una vez apareció por arte de magia, en el policlínico de mi zona, una doctora extranjera, que por un motivo desconocido y ajeno a mi interés, se había radicado en Cuba y nos dijo que en su país, ya había tratado un caso similar al mío y que con un medicamento bien fácil de encontrar, poco a poco se resolvería mi situación, más que primeramente debía pasar un periodo tomando una mezcla de aproximadamente unos cinco jarabes, etc., de los más comunes que pudiéramos imaginar, que se juntaban en una botella.

Aquello tenia un aspecto, un olor y un sabor lejos de ser agradables, pero fueron la descubierta de El Dorado para mi y mi angustiada familia.

Yo era extremadamente delgado. Siempre estaba con anemia pese a que me alimentaba bien. No procesaba los alimentos. Por este mismo motivo no podían operarme de hernia. Mi organismo estaba debilitado y no soportaría con facilidad una intervención quirúrgica con probable pérdida de sangre.

Quinto grado, 10 años, hemoglobina en los parámetros correctos. No había más que hablar. Comenzamos y finalizamos los trámites para me librar de mi indeseada compañera: la hernia en aquel lugar, bueno, en el “güe...bo”.

El proceso fue realizado en un hospital en la barriada del Cerro, en su calzada principal, que en aquel entonces se llamaba Católicas Cubanas.

En dicha clínica una parte del personal médico, enfermeras y paramédico todavía era de la congregación religiosa. Otra buena parte no era ordenada.

Tuve la buena suerte de ser atendido y designado para ser operado por un doctor con muy buena reputación, desde los tiempos anteriores al proceso que vivía el país. Mi madre ya había oído hablar de él, hasta lo conocía y eso nos transmitía más confianza.

Llegó el día definido para la internación, que seria la tarde anterior a la mañana de la cirugía. Yo era un compendio de miedo, siempre tuve y hasta hoy tengo pavor a todo lo relacionado con medicina que pueda provocarme dolor, agujas, etc., pero al mismo tiempo, supuestamente mi vida cambiaria y seria igual a todos los otros varones.

Estaba marcado para las 08:00 AM, pero a las 10:30 AM no se sabía nada. Solo nos decían que hubo un imprevisto y era necesario aguardar un poco.

Cerca de la hora de almuerzo, yo en ayuno y con tremenda hambre, avisan que subiría por fin para el salón. Me despedí de mi mamá con aquella tristeza indescriptible y solo no lloré, porque los hombres no lloran. Al menos eso decían, eso fue lo que me enseñaron. Parece que con el tiempo dejé de ser hombre, cosa de la cual tengo certeza que no ocurrió, o cambiaron los conceptos sobre la posibilidad del llanto masculino. No recuerdo por mucho tiempo lo que sucedió. La anestesia me derrumbó.

Después supimos que la demora fue porque el doctor no compareció y había que designar a un substituto. Lógicamente, que no fuimos consultados al respecto, eso significaba mucho respeto, cuestión que históricamente, nunca abundó para con mi pueblo.

Entre bastidores nos enteramos de que justo en aquel día, el doctor que me operaría , decidió abandonar el país como centenares de personas lo hacían a diario, pero no se podía decir abiertamente, era ilógico quererse ir de un lugar donde si algo no faltaban eran las promesas de un futuro próspero, luminoso y que hoy, casi 50 años después de estos hechos, el futuro continúa siendo un futuro, en el cual cada día menos creen.

Al parecer, la cirugía había sido un éxito. ¡Mentira! Tuve la sensación antes de abandonar el hospital, lo que vino a suceder dos días después, que la hernia estaba en su mismo lugar y que lo único que había ganado era muchos pinchazos, sueros y una horrible cicatriz de 12 puntos.

En las salas de cirugía hace mucho frio, como medida profiláctica para evitar la proliferación de bactérias,  otros micro, macroorganismos y por este motivo, no es raro que las personas se acatarren un poco. Eso genera tos y ese movimiento brusco hace brotar de su lugar el contenido que se experimenta cuando se está herniado.

Entre el deseo y el miedo, el deseo de irme de aquel lugar y el miedo por quedarme, no comenté nada y dije que todo estaba cierto. Comenzaba nuevamente yo a ponerme la mano en aquel lugar para evitar que se desparramara aquello todo y volvía a mis incómodas limitaciones.

En los pocos días que permanecí en aquel recinto, ocurrieron algunas cosas interesantes que me marcaron.

El lugar donde estaban las camas de los niños que seríamos operados o que estaban enfermos, tendría alrededor de 12 lechos. 

Era una sala bien amplia, limpia, clara y ventilada. Cada niño estaba siempre acompañado de algún familiar, de preferencia su madre.

Recuerdo de dos casos en específico. Uno era de un niño contemporáneo conmigo, uno de esos llamados guajiritos, del interior del país, que me resultaba en extremo curioso por su forma de hablar, su comportamiento, su piel casi roja de tan curtida por el sol. Era bien alegre, conversador. Tenía supuraciones en un pie y sería operado en los próximos días, pero antes había que hacerle una preparación porque tenía algún problema que era un misterio.

El mismo día que yo estaba esperando para ser operado se lo llevaron corriendo, todo fue tapado para nadie reparar en nada y nunca más apareció. Cuando pregunté por él me dijeron que lo cambiaron de sala, pero por un descuido de otra mamá supe que había fallecido. Él tenía problemas cardíacos y tuvo algunas complicaciones súbitas.

Aquello para mi fue un choque. Yo no tenía ciencia de que los niños también se morían. Eso para mí solo ocurría por accidente o por asesinato. Fue una triste revelación y el inicio de mi obsesión porque lo mismo pudiera ocurrir conmigo a cualquier momento.

Había otra niña más chiquita, rubia, muy bonita, comunicativa, pero andaba con una prótesis y descubrí que tenía una malformación. Era difícil encontrar personas en Cuba con malformaciones congénitas. Había todo un programa de interrupción del embarazo para estos casos, pero por un motivo que desconozco, aquella niña existía y para mí era una sorpresa.

En la sala, mi mamá tuvo afinidad de carácter con otra señora. Su hijo y yo también nos identificamos e hicimos amistad. Después descubrimos que vivíamos cerca y durante algún tiempo nos encontramos y jugamos juntos. Con él descubrí en el hospital, lo que era ser chiclano.

A él lo operaron el mismo día que yo, pero no le dieron de alta junto conmigo. Me dijo que como le habían puesto una liga, tendría que esperar unos días. Me mostró la pierna y tenía una liga cosida al muslo, algo surreal y la misma salía de algún lugar más arriba que estaba vendado. Después supe que eso era un problema muy común en la pubertad de los varones, donde uno o los dos testículos no bajan para el saco escrotal y habría que darle una ayudita quirúrgicamente hablando.  

Durante los días que estuve a allí, una señora que trabajaba en el “pantry” y servía las comidas, se encariñó conmigo y con mi mamá y para agradarnos nos traía siempre un poco más del postre, algo que no existía en las mesas cubanas y que al parecer era codiciado por todos, fundamentalmente por los niños. Era gelatina. ¡Dios mío! A mi mamá no le gustaba para nada y yo le tenía y tengo un asco que no puedo metérmela en la boca.

Mi santa madre, la pobre, todos los días se comía un poquito, aunque fuera, para no hacerle un desaire a la gentil empleada del hospital.

¡Ay, mi madre! ¡Qué no haría ella por mí!

Como verán, esta historia tuvo continuación, aunque el desenlace duró algunos años, mas esta hernia me acompañó por mucho tiempo, estando hasta en un colegio militar donde se requería de ciertos esfuerzos. Hoy ya forma parte del pasado y no la extraño ni un poco.

Me hubiera gustado inserir una foto mostrando cómo está hoy la primera de las cicatrices y esa parte del cuerpo en general, pero por motivos obvios, aquí no las puedo mostrar. Trabajen la imaginación.

Lo que, si no olvidaré es que, por causa de mi recuperación general, dados los resultados positivos del tratamiento para los problemas gástricos que les comenté, unido a una prescripción errónea de sueros, salí de aquel lugar con algunas libritas de más y las ropas no me servían.

Recordemos de aquellos días terribles de final de los 60’s e inicios de los 70’s, aquella época de ¡Qué van, van!, y nunca fueron, donde los niños salían a pasear con el pantalón del uniforme porque no había ropa.

Para colmo coincidió con un periodo de la vida donde los cambios físicos, de tamaño, de todo, se altera vertiginosamente. Mucho menos había un teléfono para avisar y traerme alguna otra ropa o la facilidad de un transporte para hacer viajes extemporáneos. 

Tuve que salir con una especie esdrújula de calzoncillo amorfo y así ser trasladado lentamente para el interior de mi casita.

Menos mal que estaba todo vendado y en aquel entonces, seguro no había mucho que ver.