Esta es otra de las historias que ocurrieron durante mi quinto grado, cuando
todos estaban vivos, inclusive mi mamá.
En mi familia por parte de madre, casi la totalidad de los hombres tuvieron
hernias en diferentes regiones del cuerpo.
Como es lógico, yo también no iría a huir de esa herencia y la mía llegó siendo
muy niño, como hernia inguinal derecha. Sí, ahí mismo, en aquel lugar que
estás imaginando e idealizando sabe Dios cuánta porquería más. A veces pienso que nací con ella.
Una simple condición me trajo innumerables limitaciones a lo largo de mi
infancia. Siempre en la escuela había que alertar que yo no podía hacer tal o más
cual esfuerzo físico, practicar determinada modalidad deportiva. Eso me incomodaba.
Eso me distanciaba. Tuve que aprender a vivir con eso.
Recuerdo que cuando corría, tenía que ponerme la mano o apretarme en el
lugar de la hernia, para que lo que se había salido con el exceso, no doliera
mucho más o lo peor, como ya me habían vaticinado, que se estrangulara y
tuviera que ir de prisa para el hospital, lo que había que evitar a toda costa.
Pasé muchos años en esa situación. Recuerdo que las primeras molestias de
las que tengo noción comenzaron a los seis años y solamente cuando cumplí 10,
es que pude ir al salón de cirugía y les explicaré el porqué.
Nací con deficiencia de acido clorhídrico en los jugos gástricos. Mi niñez estuvo
acompañada también de fuertes dolores estomacales. Llegaba del seminternado, a
veces hasta antes de tiempo y Beíta y Fico, una pareja de ancianos vecinos que
me veía llegar me socorría hasta la llegada de mis padres a casa.
Recordemos que esto ocurrió en
aquellos años de la Ley 270 o Ley contra la vagancia y todas las personas en
edad económicamente activa, eran obligadas a trabajar. Los vejigos como yo, quedábamos
en las manos del estado y su sistema escolar de horario extendido.
Los médicos les habían advertido a mis padres, que no dejara que esa señora
con sus conocimientos ancestrales me pasara la mano con ungüentos o aceites por
la barriga. Pero confieso que eso me aliviaba bastante. Tal vez seria efecto
placebo. No lo creo. Los que, si eran ciertos y frecuentes, eran mis dolores. La
cura o el alivio demoraban en aparecer.
Desgraciadamente, cuando se nace con algún padecer fuera de la curva o
distante de los extremos, la probabilidad de soluciones, en aquella industria farmacéutica
y médica en general, con tendencias a soluciones binarias o a partir por la mitad
una pastilla como recurso práctico, era casi un milagro.
Una vez apareció por arte de magia, en el policlínico de mi zona, una
doctora extranjera, que por un motivo desconocido y ajeno a mi interés, se había
radicado en Cuba y nos dijo que en su país, ya había tratado un caso similar al
mío y que con un medicamento bien fácil de encontrar, poco a poco se resolvería
mi situación, más que primeramente debía pasar un periodo tomando una mezcla de
aproximadamente unos cinco jarabes, etc., de los más comunes que pudiéramos imaginar,
que se juntaban en una botella.
Aquello tenia un aspecto, un olor y un sabor lejos de ser agradables, pero
fueron la descubierta de El Dorado para mi y mi angustiada familia.
Yo era extremadamente delgado. Siempre estaba con anemia pese a que me
alimentaba bien. No procesaba los alimentos. Por este mismo motivo no podían operarme
de hernia. Mi organismo estaba debilitado y no soportaría con facilidad una intervención
quirúrgica con probable pérdida de sangre.
Quinto grado, 10 años, hemoglobina en los parámetros correctos. No había más
que hablar. Comenzamos y finalizamos los trámites para me librar de mi
indeseada compañera: la hernia en aquel lugar, bueno, en el “güe...bo”.
El proceso fue realizado en un hospital en la barriada del Cerro, en su
calzada principal, que en aquel entonces se llamaba Católicas Cubanas.
En dicha clínica una parte del personal médico, enfermeras y paramédico todavía
era de la congregación religiosa. Otra buena parte no era ordenada.
Tuve la buena suerte de ser atendido y designado para ser operado por un
doctor con muy buena reputación, desde los tiempos anteriores al proceso que vivía
el país. Mi madre ya había oído hablar de él, hasta lo conocía y eso nos transmitía
más confianza.
Llegó el día definido para la internación, que seria la tarde anterior a la
mañana de la cirugía. Yo era un compendio de miedo, siempre tuve y hasta hoy
tengo pavor a todo lo relacionado con medicina que pueda provocarme dolor,
agujas, etc., pero al mismo tiempo, supuestamente mi vida cambiaria y seria
igual a todos los otros varones.
Estaba marcado para las 08:00 AM, pero a las 10:30 AM no se sabía nada.
Solo nos decían que hubo un imprevisto y era necesario aguardar un poco.
Cerca de la hora de almuerzo, yo en ayuno y con tremenda hambre, avisan que
subiría por fin para el salón. Me despedí de mi mamá con aquella tristeza
indescriptible y solo no lloré, porque los hombres no lloran. Al menos eso decían,
eso fue lo que me enseñaron. Parece que con el tiempo dejé de ser hombre, cosa
de la cual tengo certeza que no ocurrió, o cambiaron los conceptos sobre la posibilidad del llanto masculino. No recuerdo
por mucho tiempo lo que sucedió. La anestesia me derrumbó.
Después supimos que la demora fue porque el doctor no compareció y había que
designar a un substituto. Lógicamente, que no fuimos consultados al respecto,
eso significaba mucho respeto, cuestión que históricamente, nunca abundó para con mi pueblo.
Entre bastidores nos enteramos de que justo en aquel día, el doctor que me operaría
, decidió abandonar el país como centenares de personas lo hacían a diario,
pero no se podía decir abiertamente, era ilógico quererse ir de un lugar donde
si algo no faltaban eran las promesas de un futuro próspero, luminoso y que hoy,
casi 50 años después de estos hechos, el futuro continúa siendo un futuro, en
el cual cada día menos creen.
Al parecer, la cirugía había sido un éxito. ¡Mentira!
Tuve la sensación antes de abandonar el hospital, lo que vino a suceder dos días
después, que la hernia estaba en su mismo lugar y que lo único que había ganado
era muchos pinchazos, sueros y una horrible cicatriz de 12 puntos.
En las salas de cirugía hace mucho frio, como medida profiláctica para evitar
la proliferación de bactérias, otros micro, macroorganismos y por este
motivo, no es raro que las personas se acatarren un poco. Eso genera tos y ese
movimiento brusco hace brotar de su lugar el contenido que se experimenta
cuando se está herniado.
Entre el deseo y el miedo, el deseo de irme de aquel lugar y el miedo por
quedarme, no comenté nada y dije que todo estaba cierto. Comenzaba nuevamente
yo a ponerme la mano en aquel lugar para evitar que se desparramara aquello
todo y volvía a mis incómodas limitaciones.
En los pocos días que permanecí en aquel recinto, ocurrieron algunas cosas
interesantes que me marcaron.
El lugar donde estaban las camas de los niños que seríamos operados o que
estaban enfermos, tendría alrededor de 12 lechos.
Era una sala bien amplia, limpia, clara y ventilada.
Cada niño estaba siempre acompañado de algún familiar, de preferencia su madre.
Recuerdo de dos casos en específico. Uno era de un niño contemporáneo conmigo,
uno de esos llamados guajiritos, del interior del país, que me resultaba en
extremo curioso por su forma de hablar, su comportamiento, su piel casi roja de
tan curtida por el sol. Era bien alegre, conversador. Tenía supuraciones en un pie
y sería operado en los próximos días, pero antes había que hacerle una preparación
porque tenía algún problema que era un misterio.
El mismo día que yo estaba esperando para ser operado se lo llevaron corriendo,
todo fue tapado para nadie reparar en nada y nunca más apareció. Cuando pregunté
por él me dijeron que lo cambiaron de sala, pero por un descuido de otra mamá
supe que había fallecido. Él tenía problemas cardíacos y tuvo algunas
complicaciones súbitas.
Aquello para mi fue un choque. Yo no tenía ciencia de que los niños también
se morían. Eso para mí solo ocurría por accidente o por asesinato. Fue una
triste revelación y el inicio de mi obsesión porque lo mismo pudiera ocurrir
conmigo a cualquier momento.
Había otra niña más chiquita, rubia, muy bonita, comunicativa, pero andaba
con una prótesis y descubrí que tenía una malformación. Era difícil encontrar
personas en Cuba con malformaciones congénitas. Había todo un programa de interrupción
del embarazo para estos casos, pero por un motivo que desconozco, aquella niña existía
y para mí era una sorpresa.
En la sala, mi mamá tuvo afinidad de carácter con otra señora. Su hijo y yo
también nos identificamos e hicimos amistad. Después descubrimos que vivíamos
cerca y durante algún tiempo nos encontramos y jugamos juntos. Con él descubrí
en el hospital, lo que era ser chiclano.
A él lo operaron el mismo día que yo, pero no le dieron de alta junto
conmigo. Me dijo que como le habían puesto una liga, tendría que esperar unos días.
Me mostró la pierna y tenía una liga cosida al muslo, algo surreal y la misma salía
de algún lugar más arriba que estaba vendado. Después supe que eso era un
problema muy común en la pubertad de los varones, donde uno o los dos testículos
no bajan para el saco escrotal y habría que darle una ayudita quirúrgicamente
hablando.
Durante los días que estuve a allí, una señora que trabajaba en el “pantry”
y servía las comidas, se encariñó conmigo y con mi mamá y para agradarnos nos traía
siempre un poco más del postre, algo que no existía en las mesas cubanas y que
al parecer era codiciado por todos, fundamentalmente por los niños. Era
gelatina. ¡Dios mío! A mi mamá no le gustaba para nada y yo le tenía y tengo un
asco que no puedo metérmela en la boca.
Mi santa madre, la pobre, todos los días se comía un poquito, aunque fuera,
para no hacerle un desaire a la gentil empleada del hospital.
¡Ay, mi madre! ¡Qué no haría ella por mí!
Como verán, esta historia tuvo continuación, aunque el desenlace duró
algunos años, mas esta hernia me acompañó por mucho tiempo, estando hasta en un
colegio militar donde se requería de ciertos esfuerzos. Hoy ya forma parte del pasado y no la extraño ni un poco.
Me hubiera gustado inserir una foto mostrando cómo está hoy la primera de
las cicatrices y esa parte del cuerpo en general, pero por motivos obvios, aquí
no las puedo mostrar. Trabajen la imaginación.
Lo que, si no olvidaré es que, por causa de mi recuperación general, dados los
resultados positivos del tratamiento para los problemas gástricos que les comenté,
unido a una prescripción errónea de sueros, salí de aquel lugar con algunas
libritas de más y las ropas no me servían.
Recordemos de aquellos días terribles de final de los 60’s e inicios de los
70’s, aquella época de ¡Qué van, van!, y nunca fueron, donde los niños salían a
pasear con el pantalón del uniforme porque no había ropa.
Para colmo coincidió con un periodo de la vida donde los cambios físicos,
de tamaño, de todo, se altera vertiginosamente. Mucho menos había un teléfono
para avisar y traerme alguna otra ropa o la facilidad de un transporte para hacer
viajes extemporáneos.
Tuve que salir con una especie esdrújula de calzoncillo amorfo y así ser trasladado lentamente para el interior de mi casita.
Menos mal que estaba todo vendado y en aquel entonces, seguro no había mucho que ver.
Tuve que salir con una especie esdrújula de calzoncillo amorfo y así ser trasladado lentamente para el interior de mi casita.
Menos mal que estaba todo vendado y en aquel entonces, seguro no había mucho que ver.
Lo adoré! 50 años después todo sigue siendo igual o peor. Hermosa historia contada desde los ojos de un niño.
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