Hoy vengo a contarles
una historia de algo que sucedió conmigo en Buenos Aires, la capital de un país
desde donde Mirta viajó de Liniers a Estambul, sin siquiera imaginárselo y
donde La Historia Oficial reinauguró, tristemente, una estela del brillo cinematográfico
de aquella nación.
Era una ciudad
que ya conocía turísticamente hablando, mas comencé a vivirla, a pulsarla,
cuando por motivos de trabajo, fui dislocado para allá, o tal vez fonéticamente
hablando, como lo harían sus porteños: “achá”.
Entre las oficinas
en Puerto Madero y el deleite gastronómico de San Telmo, transcurrían mis días,
en un clima tan extremo, pasional y dramático como su gente. Desde lluvias tan
copiosas que nada tienen que envidiarle a un huracán, solo quedan a deber sus
fuertes vientos, porque por volumen de agua, la diferencia seria mínima.
Temperaturas bajas, con sensaciones térmicas incómodas dada la humedad y el
viento o hasta calores inconcebibles de 45 o más grados Celsius en las noches
del seco verano.
Recuerdo cierta
vez, un día de aquellos torrenciales aguaceros, yo tenía marcada una cita en las
oficinas de inmigración, para presentar los documentos a la residencia
permanente o temporaria, que nos era exigida por la compañía brasileña, por la
que yo estaba trabajando en aquellos parajes. Esos turnos no eran muy fáciles de
adquirir y por eso, decidí tomarme un taxi, de aquel sistema de transporte público
bueno y barato de la época. Infelizmente, el chofer no consiguió se aproximar
al lugar por causa de las inundaciones.
Yo nunca había andado
en medio de agua tan sucia y mucho menos con ropa de vestir, expuesto al
peligro también de irme por algún hueco o alcantarillado, pero como en esas instituciones,
el personal acostumbra a tener malas pulgas, decidí encarar la situación y fui
enfrente.
Cuál no sería mi
sorpresa, cuando al arribar al lugar, desde lejos un funcionario cuidador del área,
me informa que el servicio fue suspendido por las inclemencias del tiempo y que
mi horario sería remarcado. Que yo no precisaba hacer ninguna diligencia y que
de manera automática estaría siendo avisado.
Eran tiempos de
mucha inmigración. Aquel era el paraíso de los estudios superiores porque no se
pagaban y la calidad era reconocida. El continente estaba más revuelto de lo
habitual, la avalancha de venezolanos, bolivianos, haitianos y hasta foráneos de
la conexión Nigeria, se amotinaban en aquellas oficinas y era un espectáculo bien
complicado, llegando a ser deprimente.
Al requerir ir por motivos profesionales y con la indicación
del gigante que era mi empresa, el trato y las condiciones eran un poco mejores,
debo reconocerlo.
Allí también se agolpan
muchos cubanos y es precisamente en este punto que doy el pie forzado para
contar la historia.
La ciudad de
Buenos Aires es muchas cosas al mismo tiempo: encantadora, bella, a veces
sucia, muy funcional, con un sistema de conexiones a nivel de subterráneo, trenes
y ómnibus, indiscutiblemente superior al de muchas otras ciudades de las Américas,
pero por encima de todo, es una ciudad interesante. A exprofeso, siempre que
las condiciones meteorológicas me lo permitían, regresaba de la empresa para el
apartahotel donde vivía en Suipacha y Santa Fe, a pie y lo hacia cambiando de
camino, ya que, en todas las cuadras, siempre hay algo curioso a descubrir.
Pasas más de una vez por el mismo lugar y percibes que la vista quedó inadvertida
de cosas que merecen atención.
El paso por la
peatonal de Florida era casi que obligatorio por varios motivos, aparte de la
proximidad de la ruta camino, para donde residía.
Una tarde casi
noche, en que hacía frío y hasta llovía, veo a varias personas aglomeradas, se
guareciendo de la lluvia, en uno de los portales, debajo de un toldo. Había curiosos,
vendedores ambulantes con su acostumbrada algarabía, tal vez algún que otro
carterista o ladrón de poca monta.
Por allí
generalmente andaban hermanos de raza, aquellos que como yo estábamos fuera del
contexto racial del país e instintivamente nos saludábamos en señal de
solidaridad o de ¡qué sé yo!
Pasaba yo con mi
paraguas, cuando do medio de esa multitud, siento que alguien levanta la voz,
tratando de llamarme, pero lo hace con una voz que no me era ajena por el
acento y elevando un nombre o, mejor dicho, un apellido, que no era el mío,
pero que más familiar no podía resultarme.
Vi la expresión de la duda en el rostro de
aquel muchacho mulato, de cara redonda y del desconcierto por tal vez haber
errado, de haberse equivocado de persona, pero un instante cambió todo cuando
yo lo llamé por su nombre.
La alegría le
hizo salir de su cobija y lo abracé por cuestiones naturales y porque, aunque
aparentemente era él que necesitaba amparo, mi espirito también lo necesitaba y
mucho. A veces la soledad llegaba a ser perniciosa durante la semana de trabajo.
Nunca pensó que
yo recordaría su nombre y más siendo de la Generacion "Y", aquella que cargó con la excesiva creatividad de los padres y de todo el que quiso dar su aporte, desconsiderando el esfuerzo eterno que harían los nuevos llegados al mundo, para poder deletrar sus propios nombres. Nunca antes los nombres fueron tan propios y casi únicos.
El era amiguito desde la infancia de mi sobrino, de cuyo apellido se sirvió
para llamarme. Residía en el edificio en que vivíamos. Su abuela y mi difunta
madre eran colegas de trabajo y ella siempre tuvo mucho cariño por mí.
¡Qué me iría a
imaginar yo, encontrarlo en aquella esquina, vendiendo paquetes turísticos de
noches de tango, etc., para poder hacer unos pesos y pagar la precaria renta
colectiva en que sobrevivía! El doloroso destino de muchos de mis coterráneos. Por
eso nunca dejaré de levantar las manos al cielo y agradecer a Dios por la vida
que he tenido y que he podido ofrecer a mi familia. Yo no tuve que pasar por
situaciones escabrosas de ese tipo y nunca me alcanzará el tiempo que viva para
agradecer.
Hasta que me fui
de aquel país, lo ayudé como pude y digo esto porque es un muchacho muy
orgulloso, batallador, que quiere luchar y no acomodarse, recostarse. Hablaba
de estudiar y superarse, aprovechando las facilidades de estudios en aquella
tierra y las ventajas de tener calificación en dicha sociedad, cosa rara en los
jóvenes cubanos de hoy, que están bien conscientes de que merodear o asediar
turistas, genera mejores dividendos, que pasar horas en salas de universidades.
Me aceptaba alguna que otra invitación. Otras las rechazaba por vergüenza. Yo
lo entendía y respetaba sus marcos.
La forma en que llegó
a la Argentina, un joven de aquellos, sin nunca ni haber ido a la provincia más
cercana, es similar a la de otros que negocian casamientos de fachada. Lógico,
al llegar al país, la “esposa” no mantiene más ningún vínculo y fin del pacto.
Fueron días
felices, de sentir la proximidad de alguien que tendría mi origen y me
recordaba las raíces. Me hacía bien hacer un bien.
No lo escribí en
su momento en el presente texto, mas el encuentro fue emocionante y toda vez
que lo recuerdo, me emociono.
Pero la historia
no se acaba por ahí.
A finales del ano
2019, ya viviendo en Estados Unidos, decido ir a Cuba a visitar a la familia por
algunos días. A propósito, fue la última vez que personalmente vi a mi padre, a
quien le dedicaré un post, cuando el tiempo permita que la herida y el dolor se
hayan curado un poco más, a raíz de su reciente pérdida.
En cierto momento,
mi sobrino me dice, ahora viene por ahí subiendo las escaleras una persona que
quiere saludarte. Pensé que fuese alguno de los vecinos o antiguos amigos, y cuál
no sería mi sorpresa cuando delante de mí se personificó aquel mismo hombre de
las calles de Buenos Aires, hoy más corpulento y mejor alimentado, marcado por las
señales del tiempo, con la misma voz y la firmeza del abrazo de antaño, de casi
siete años atrás.
Revivimos el
pasado, desde otras condiciones. Sentimos orgullo de él y de nuestros
presentes.
Pensaron que las sorpresas
acabarían por aquí, no.
Actualmente, vive
en el mismo país en que yo vivo, me contó sus increíbles vicisitudes para
llegar hasta el norte. Supe que estudió y que hoy, al igual que yo, tiene entre
sus objetivos de vida, ayudar a su familia, a los que pueden estar lejanos,
pero nunca olvidados.
Este es mi homenaje
a la tenacidad de un hombre, al esfuerzo, al sacrificio por abrirse paso en la
vida, de la manera que pudo y de cierta forma es una especie de devoción a una ciudad
que me dio felicidad, me aportó conocimientos, donde también pude ofrecer lo
mejor de mí y hasta de modo profesional, en el contexto de lo que desarrollaba.
No quería despedirme
sin una última observación: Yo era adicto a los Giros de un Fito, al Corazón de
Madera de Baglietto, a los pedidos a Dios de Gieco y hasta de la psicodelia incomprendida
de Charly García, pero un personaje anónimo me presentó una joya musical, que
enriqueció mi inclinación hacia la música de aquella región del mundo, lo hizo
a través de un casi himno, El Antigal, interpretado y de qué manera, por el señor
Abel Pintos.
A propósito: Mónica, por dónde andarás? Trátase de una caricaturesca y gentil señorina que conocí durante uno de esos tantos vuelos cancelados y/o atrasados, entre SamPa y BAires.
Al despedirme de Buenos Aires, entendí una vez más, el significado de aquellas hermosas palabras, tantas veces cantadas por el gran Alberto Cortéz, referentes al "...espacio vacío..."
Gracias
Argentina.